Lo que distingue más palmariamente al hombre del animal es su consustancial habilidad para el manejo de los lenguajes verbal y simbólico. Actualmente, nos encontramos en un mundo en el que prima la imagen, el flash, la inmediatez, la premura; un mundo en el que la palabra ha sido relegada a un plano secundario y accesorio.
La comunicación de hoy en día ha perdido, en buena parte, esa gran capacidad de simbolización, ha reducido las posibilidades, las variedades de diálogo. La palabra está devaluada, nadie cree en ella, se ha visto sustituida por la acción, a menudo agresiva y desconcertante.
Sabemos que el ser humano tiene un fuerte componente somático y de acción: la pelea, el sexo, el trabajo físico, el deporte, son actividades que tienen que ver con el movimiento. Las situaciones de angustia, que no se saben manejar, muchas veces dan lugar -especialmente en la adolescencia- a un comportamiento donde esa angustia se expele a través de la comunicación corporal, expresándose esencialmente en forma de acción y violencia cuando no se está educado emocionalmente.
Por introducir un ilustrativo ejemplo, podemos imaginar al soldado, adiestrado para la acción. No se le exige que piense, la iniciativa está muy acotada y coartada en un cuartel o -mucho menos- en el campo de batalla, solo se le pide que actúe. En cambio, el ámbito de la escuela resulta la antítesis al cuartel: es el lugar de lo simbólico, de la palabra, el espacio de plasmación de ese otro aspecto humano consistente en la capacidad de intercambiar símbolos y de trabajar con abstracciones. La escuela se fundamenta en la transmisión y el aprendizaje de símbolos y palabras.
Es un lugar en el que la propuesta consiste en abrir la mente y relajar el cuerpo, incorporando poco a poco el mundo simbólico, el discernimiento, el pensamiento. En este pequeño mundo organizado para la simbología, aparecen -no obstante- situaciones que se inscriben dentro de una cosmovisión violenta derivada de una población muy cargada de hostilidad e incomunicación, manifestándose en forma de bullying, violencia física, agresividad; un mundo en el que el diálogo pierde valor en favor de otro tipo de interacción, obviamente menos deseable.
En este contexto, al docente se le plantean difíciles situaciones y encrucijadas. El maestro de hoy se encuentra sumergido en un universo desconcertante y que no sabe manejar porque está entrenado para la simbología, la palabra y dista de estar preparado para responder convenientemente a la acción. Si en la escuela, templo de lo simbólico y del pensamiento, aparece la reacción agresiva, ésta se vive como algo inesperado de difícil interpretación y de complicada administración. La reacción en una escuela es como la zorra en el gallinero, se puede gestionar, pero el destrozo producido es inevitable.
La escuela de hoy no es tan punitiva como la de antes, apenas se amonesta si el alumno contesta con cajas destempladas o arroja una tiza a la pizarra. Las transgresiones más graves que se pudieran imaginar antaño quedarían hoy impunes. Los docentes actuales afrontan actos tales como que un alumno patee a un profesor, peleas con armas blancas; se enfrenta a unos alumnos muchas veces pasivos que pueden omitir las instrucciones del profesor, que, mientras el docente explica, ellos conversan plácidamente o están mirando el móvil.
Al educador se le prepara para el utópico escenario en el que la escuela resulta un espacio ideal para el desarrollo pedagógico y donde los alumnos asisten deseosos de aprender. Este tipo de formación, a pesar de todo lo expuesto, no ha sido modificado, el profesor no ha sido preparado para la gestión emocional de un grupo conflictivo, no está entrenado para este tipo de, cada vez más cotidianas, escenas violentas, tampoco se le provee de las herramientas adecuadas para combatirlas y, así las cosas, sucede que hay que ser poco menos que un héroe de leyenda para ejercer la vocación de maestro en los momentos que corren.
Si la comunidad escolar no modifica su modus operandi, no va a poder contener a una población de chicos que llega con unos altos niveles de violencia y de permisividad porque la sociedad se ha convertido a la vez en laxa y agresiva. Dentro de las peores cosas que han llevado al país a la crisis, que aún campea y predomina, se encuentra el hecho cierto de que se han arrumbado ciertos ideales y principios que parecían eternos y universales.
En los grupos de Coaching Club trabajamos con los docentes de distintas formas, a través de la fusión de diversas metodologías altamente contrastadas, dotamos a los educadores de diversas herramientas de gestión emocional que les acompañará primero; en amplificar su propia capacidad de atravesar las nuevas circunstancias que se viven hoy en el colegio y luego en la gestión de los grupos dentro de las aulas.
Un docente puede reaccionar de muchas maneras frente a un acto violento: quedar paralizado, responder también violentamente, controlarse y reprimirse porque conoce las sanciones que comporta el actuar de otro modo. Pero el mal, en todo caso, queda hecho porque le invade la sensación de impotencia, de tristeza, de total desamparo, de infravaloración, de frustración en suma.
Tampoco queda exento del peligro de cierta paranoia porque tema una agresión, dentro o fuera de la clase, condicionando la misma todo su trabajo y toda su imparcialidad a la hora de evaluar a esos alumnos más agresivos.
Lo que es seguro que al maestro le va a ocurrir es que va a pasar por una situación de contracción crónica que todos conocemos como estrés, manifestándose en distintos síntomas somáticos, por ejemplo afectando a algún órgano en concreto, normalmente la garganta, que obviamente es una de sus principales herramientas de trabajo.
Ser consciente de todas estas cuestiones y peligros no significa que el formador vaya a modificar su actitud inmediatamente ni que vaya a evitarlos sencillamente, pero le permite explorar y adquirir mejores herramientas de gestión emocional. Además, la circunstancia de que el docente no se conciencie de lo que realmente acontece provoca que el efecto aumente su malignidad psicológica.
En síntesis, resulta imprescindible que los educadores trabajen decididamente el aspecto emocional de su quehacer cotidiano para que su profesión no se convierta en una actividad de alto riesgo físico y, sobre todo, psicológico. Ni que decir tiene que también es necesario trabajar con las familias acerca del modelo de educación y de cultura emocional que sería deseable, si bien este tema es tan amplio que no podemos sino posponerlo para un nuevo artículo.