La muerte, esa gran maestra

Llevo mucho tiempo esforzándome, dando vueltas, intentando, procurando… para llegar a ser, a hacer, a sentir, a comprobar. Llevo mucho tiempo luchando para ser alguien que se supone que debo ser. Como si en algún lugar lejano, efímero, etéreo, se escondiera algo que en llegar allí pudiera encontrar el prometido tesoro.

De repente llega la muerte y se me planta a la cara. Me dice que de por sí la vida ya es espiritual, que la vida corre sola y que el mismo fluir que un día nos trae un día se nos lleva cuando así lo considera.

Llega la muerte y me explica que el cuerpo merma y se queda y el alma se va. La esencia, lo invisible, lo intangible. Me dice que no me preocupe… que el cuerpo poco a poco se irá apagando, pero que esta parte volátil e infinita justo empieza una nueva aventura.

Me dice que me postre delante de la persona que ha sido valiente de hacer su último suspiro, pues es el mismo Dios encarnado y desencarnado aquí en la Tierra. Me quita espejismos y falsas ideas y creencias, y me explica que la sabiduría reside en todos.

Que en el fondo de nuestro corazón somos iguales, más allá de la forma y de la mente que decidimos desarrollar. Me dice que lo invisible es mucho más grande que lo visible, y que como un tobogán deberíamos dejarnos caer en cada uno de los instantes que pasan, como si fuéramos niños y niñas traviesos y curiosos delante del espectáculo que se nos presenta.

La muerte me explica y me dice que aquí tenemos una oportunidad muy grande para vivir muchas experiencias diferentes, y que no vale la pena frenarnos por miedos o dudas. Que esto es efímero, tan efímero como una gota que cae del rocío y se deshace en la tierra húmeda. Y que igual que la persona que ahora está acostada ante mí, en un abrir y cerrar de ojos seré yo quien un día vuele hacia el más allá.

Y entonces yo me pregunto: ¿por qué tenemos miedo? Y la muerte me responde: porque pensáis que esto no acabará nunca, y porque os creéis demasiado a vosotros mismos. Y entonces yo pienso que más vale descansar en cada instante, observar sin querer interferir ni controlar demasiado. Saber querer con el corazón abierto y las manos adelantadas para quien las quiera coger.

La muerte me dice que no hay diferencia. Me explica que todo es igual. Que esta persona que parece que se vaya solamente cambia de plano, se va a otro de superpuesto donde seguirá su camino.

Me dice que es como un espejo de doble cara, que por mucho que no veamos el otro lado, no quiere decir que no exista. Me explica que la muerte es tan viva como la vida, pues no es muerte en sí, sino que es una transmutación, una metamorfosis, un cambio.

La muerte es helada, y en tocarla con las manos me recuerda que vale la pena mientras estemos vivos aquí aprovechar el calor de quienes nos rodean. Que el latido del corazón que funciona desde que llegamos, no debe ser silenciado por vergüenzas, y que dar abrazos y besos hacen que esta calidez viva se multiplique por mil.

La muerte me dice que no nos escondamos, que nos atrevamos, que digamos te quiero tantas veces como haga falta, y que recordemos a los que nos importan cuan especiales son y lo agradecidos que estamos de que estén ahí.

La muerte me sienta en su regazo y me pide que no tenga miedo, que el día que llegue sólo debo intentar hacer un salto al vacío, un voto de confianza delante lo desconocido que me llevará a conocer mundos inimaginables hasta el momento.

Y también me dice, entonces, que no sea impaciente. Que durante la vida todo llega cuando tiene que llegar, y que más vale que viva relajada. Las mejores cosas aparecen en los momentos inesperados, y que la creatividad y la inspiración no se pueden forzar.

Me pide que baje el ritmo, que contemple más. Que me enamore de cada detalle, y que me fije en todo lo que se me pasa por alto porque a primer vistazo puede resultar inútil. Allí a veces es donde se esconden los secretos más preciados. Me dice que no me preocupe por el futuro, ¿pues qué importa? El tiempo no existe y querer estar controlando el qué pasará sólo es un engaño que me quita energía y presencia.

En los siglos de los siglos, este momento es un grano de arena en un desierto sin fin. Acariciar el presente es la eternidad manifiesta en este instante. La espiritualidad no requiere un esfuerzo. La espiritualidad es ahora, y cualquier cosa que salga del ahora no es espiritual.

Sarah Gaset
Psicóloga licenciada en la Universitat Autònoma de Barcelona y Terapeuta Gestalt.