Todos necesitamos desde recién nacidos comunicar, expresar qué queremos, qué sentimos, qué nos asusta o nos hace daño. Es una necesidad insaciable, que nos acompañará el resto de nuestra vida.
El bebé reconoce por el tono la voz de su madre, le da significado, diferencia entre voces masculinas y femeninas; a pesar de su estado de indefensión y la ausencia de elementos simbólicos para significar su experiencia, es claro que el registro de la voz ya le permite un cierto ordenamiento y ubicación en el universo humano y de lenguaje.
El niño se esfuerza en dominar su voz y la comunicación antes de hablar y articular signos verbales. En el grito; descarga motora.
En ese comunicado de sentimientos, pensamientos, opiniones, quejas y alegrías, la voz a quienes disponemos de ella nos asiste fiel la mayor parte del tiempo.
¿Y qué hay de quienes nunca oyeron su propia voz? ¿o de quienes no pueden ver un Otro que les devuelva una respuesta visual de su propia voz? ¿se les debería negar a estas personas siquiera la posibilidad de una psicoterapia?
Para la gran mayoría de los niños con sordera profunda el aprendizaje y uso de un sistema lingüístico alternativo, la lengua de signos (LSE), va a proporcionar un instrumento eficaz de comunicación. Esta lengua debe enseñarse y utilizarse tempranamente a fin de cubrir las necesidades comunicativas con el entorno familiar que el lenguaje oral no puede proporcionar.
La lengua de signos adquirida de forma natural va a proporcionar al niño sordo un lenguaje estructurado y completo, que favorecerá unos intercambios de calidad en el ambiente familiar, proporcionando el acceso a numerosas experiencias, despertando su curiosidad, asumiendo normas y pautas de conducta. Si además se puede contar con la presencia de adultos sordos en el ambiente del niño se va a favorecer un proceso de identificación y ajuste personal más rico.
Para un desarrollo social, emocional y cognoscitivo normal, el niño sordo necesita de una interacción de calidad con otros. En este sentido, la LSE es plenamente accesible a través de la visión y permite al niño sordo interactuar con otros, adultos e iguales, en ambientes interactivos normalizados (Svartholm, 1997, pg. 29).
El niño sordo es miembro real o potencial de la comunidad sorda. Como tal, necesita tener adultos sordos cerca que le sirvan como modelos de identificación y le proporcionen mediante la LSE un cúmulo de experiencias que les permitan entender el engranaje de convenciones y normas sociales que presiden las relaciones humanas. Sin embargo, la interacción con otras personas no puede limitarse a las personas sordas. Es necesario mantener intercambios también con personas oyentes.
Marchesi (1987), en su libro “El desarrollo cognitivo y lingüístico de los niños sordos”, establece que con las interacciones con adultos no es suficiente. Muchos de los aprendizajes que los niños adquieren los realizan en contacto con sus iguales mediante el juego, las conversaciones, las actividades de grupo.
¿Y con personas sordo-ciegas?
El presidente de Fasocide, Francisco Javier Trigueros, declaró recientemente[1]: “somos un poco invisibles para la sociedad. A veces nos ven y nos relacionan con el colectivo de sordos o de ciegos, pero no es así, se trata de una discapacidad única”, precisó.
Trigueros destacó que España cuenta con leyes como la de la lengua de signos y la de autonomía personal y atención a las personas con dependencia, pero no incluyen “un beneficio efectivo” para las personas sordociegas.
Añadió que “encontramos muchas barreras de accesibilidad en movimiento, pero también de comunicación porque nos comunicamos mediante el tacto. Es verdad que nos dan subvenciones, pero necesitamos más reconocimiento de nuestros derechos para llegar a una igualdad real con el resto de la sociedad”.
Francisco Javier Trigueros señaló, asimismo, que “aumente el número de guías-intérpretes para que, por ejemplo, Fasocide cuente con responsables de áreas como juventud, mayores o mujer, pues carece de asistentes suficientes para desarrollarlas”.
En la misma línea, argumentó la necesidad de “Una atención especializada para los alumnos sordociegos en todos los niveles y etapas educativas, la creación de un servicio estable de guías-intérpretes y de facilitadores sociales-mediadores socioeducativos”.
Así, el psicoterapeuta ha de atender a una población con sus propias particularidades, teniendo en cuenta las siguientes cuestiones:
- solicita servicios sociales en igualdad de condiciones y de oportunidades que el resto de la sociedad, por un lado.
- De otro, quienes nunca oyeron su propia voz, en el mejor de los casos, aprenden desde niños un sistema signado que les permite expresar su mundo interno. En esta situación, las personas con diversidad funcional auditiva, se confrontan con una terrible elección: la de recurrir inexorablemente al acompañamiento de un intérprete de Lengua de Signos en la sesión terapéutica.
- A menudo, el testimonio de las familias suele ser: “los signos han supuesto una forma de comunicación inmediata y fluida: nos dieron la posibilidad de conocer sus pensamientos, sus opiniones, sus preocupaciones: nos permite mantener una conversación con él. Notamos un cambio en su comportamiento enorme desde el momento en que empezó a utilizar signos, fue como una válvula de escape”.
Una vez abordada la importancia del aprendizaje de la LSE para el desarrollo integral del niño sordo, su contacto e inmersión en la comunidad sorda, y las características particulares de la población sordo-ciega, queda a elección personal del psicoterapeuta acercarse a un abordaje clínico de la diversidad funcional sorda desde un enfoque que abogue por la privacidad del paciente, sin presencia de un tercero: el intérprete de LSE.
La cuestión que surge inmediatamente es: ¿el psicoterapeuta se atreve al gran reto de no solo “aprender” la LSE, sino de “aprehender” todo lo que la comunidad sorda y sordo-ciega desea expresar a través de su voz propia?
[1] Fuente: Discapnet