La violencia no tiene géneros, pero sí sus ciclos

Cómo psicólogo del Poder Judicial, he podido experimentar lo que muchas veces late en los hogares, pero se calla en público; y es que la violencia hacia otro ser humano, no es patrimonio del género masculino.

Suena a sacrilegio enarbolar la bandera de la igualdad en estos casos; pero si ocultamos que ambos sexos pueden ser origen de actos, que atentan contra la seguridad emocional y física del otro, ciertamente el flagelo, siempre, gozará de buena salud.

Por ende, si hablamos de “violencia” sin adjetivo que la acompañe, lograremos en quien se ubique como autor, que conozca (y que comprenda) que su modo de interactuar está reñido con la ley, por ser causante de daño moral o físico; y en quien se encuentra como víctima, poder visualizar que su situación no es normal ni común, y que debe tomar las medidas necesarias para salvaguardar su vida en todos los aspectos.

Es cierto que las estadísticas marcan que las mujeres son más vulnerables, y las razones son varias: podemos hablar de su lugar en la historia; que, afortunadamente, se viene modificando a medida que las luchas por la igualdad se van consolidando con triunfos.

Como así también desde el punto de visto biológico, donde el hombre posee una contextura más grande, diseñada naturalmente para la protección de la “hembra y su cría” en época de amamantamiento. Estos, y otros hechos, ha confundido al género masculino, con la torpe idea de dominar toda interacción, ya sea con su gruesa voz… o por la fuerza.

También es cierto, que el género femenino no es el más afectado; los realmente vulnerables en todo ciclo de violencia son los niños y los ancianos, simplemente porque carecen o poseen escasos recursos para defenderse.

Cómo se manifiesta la violencia entre los humanos: a través de actos de discriminación, sometimiento, agresiones físicas, sexuales, verbales o psicológicas (también económicas); y todas ellas, muchas veces, en el silencio de la vida familiar.

Etapas del «Ciclo de la violencia» 

La violencia necesita por lo menos a dos: al verdugo y al sufriente; pero muchas veces, el entorno, como ser los niños de la pareja, dejan de ser testigos del clima conflictivo para ser víctimas emocionales del mismo.

Cada escenario de terror es tan particular como una huella dactilar, porque depende de la personalidad de sus participantes, sus historias personales, y del contexto que los define.

No obstante, como en toda ciencia social, es posible tomar rasgos comunes de los distintos episodios violentos, para entender el “por qué” ocurren; y poder llegar a un “cómo” evitarlos, o que crezcan.

En primer lugar, hay que destacar que la violencia hogareña tiene un carácter circular y siempre va en aumento.

No es necesario esperar que la pareja esté consolidada; a veces los indicios quedan claros en aquel primer cruce de miradas. Muchas mujeres han confesado en sus terapias lo celoso que era su marido en tiempos de noviazgo, criticándole sus ropas, sospechando de sus amigos, o alejándola de la vida social… pero que ella lo tomaba con gracia, o creyendo que eso la hacía valiosa, o era una muestra de amor.

El enamoramiento da paso al amor. A medida que van decreciendo el interés de ocular los propios puntos débiles, crece la mirada objetiva hacia el otro, descubriendo que no todo es tan perfecto como se creía.

La vida cotidiana dista de la soñada. Aparecen las necesidades, las responsabilidades, los reclamos y las críticas. Para aquellos con capacidad de tolerancia y frustración, el mantener empatía con el otro le es plausible; pero para los otros, con una crianza carente de valores sociales, cualquier líquido le sirve para explotar.

Existe una primera etapa en este círculo de violencia, que los estudios llaman “Acumulación de tensión”, entre las relaciones de poder establecidas.

El discutir no es malo, simplemente es la posibilidad que cada quién defienda su punto de vista; pero lo irracional se apodera de la escena, cuando por impotencia de mantener el control sobre el otro, la violencia verbal se hace presente. Los roces ya carecen de diplomacia, y la ansiedad y la hostilidad se acumula y se expresa.

Aparecen las insinuaciones, la indiferencia, la humillación y el sarcasmo hacia el más débil, que trata de calmar al “nervioso” creyendo que ella puede ser la causa del malestar.

En el violento aparece el cambio de humor, las quejas ante pequeñas cosas y el aumento de tensión al no ver sus deseos cumplidos. La víctima, por su lado, muchas veces se niega a reconocer la peligrosidad de la situación.

La segunda etapa es denominada “La del golpe o explosión”. Los cruces de palabras ya no bastan. Para el intolerante los cambios no son suficientes; y como todo depredador, ha sentido el miedo en la presa, y siente el “poder” sobre ella.

Los insultos llegan a un punto en donde el agresor pierde el control, para dar lugar al empujón, a la bofetada, a las patadas, a los puñetazos, a la agresión con objetos, a las lesiones graves… o a un final peor. No hay límites a la furia de un maltratador.

Este es el punto en que muchas víctimas hacen su primera denuncia ante la Justicia, pero es también el momento de mayor indecisión, registrándose un alto índice de arrepentimientos y de víctimas tratando de retirar la denuncia (preferentemente por amenazas o promesas de cambio por parte del agresor).

Se arriba a la tercera etapa denominada “Luna de miel o arrepentimiento”, donde el victimario toma conciencia del mal hecho, o bien, que puede perder su lugar en el poder si su víctima lo abandona.

Por eso pide perdón, llora, promete más cambios de lo realmente está dispuesto a ejecutar. Pone excusas, manifiesta que él no es así, que son las circunstancias lo que lo llevaron… La víctima “erradamente” piensa que puede perderlo todo, y se tienta a creer en el agresor, al que le otorga el perdón, con la esperanza de un milagro.

Momentáneamente los dos viven un periodo de idilio parecido al enamoramiento.

¿Por qué el agresor no cambia? Simplemente porque responde a lo que la realidad le muestra. Él observa que primero insulta, luego zamarrea, posteriormente golpea, luego pide perdón y lo indultan y le dan otra oportunidad.

Entonces ¿por qué cambiar?… si todo le sale bien; y lo repite una y otra vez. En realidad, el que tiene que cambiar es el que ocupa el lugar de víctima, dándose su lugar y no permitiendo que lo dañen.

Consejos para quien sufre este flagelo: no aislarse de familiares ni de amigos, no dejar de trabajar, ni de ausentarse de las actividades sociales que formaban su vida.

Nunca retirar la denuncia judicial (la víctima no es responsable de las consecuencias jurídicas. Es el agresor que debe responsabilizarse por sus actos). No negar la existencia de violencia, ni verla como algo normal y habitual en todas las parejas, tampoco justificarla.

Si es necesario: acudir a terapia, donde recibirá el asesoramiento y la ayuda necesaria.

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