Imagina la escena. El especialista –llámese psicólogo o psiquiatra-, te suelta un contundente:
“Su hijo tiene indicios de Asperger” (cámbiese aquí hace 5 años por TDAH, hace diez años por esquizofrenia, hace 15 por bipolaridad… etc.). “Es probable que necesite ser medicado”. Y todas las alarmas en tu cabeza de padre empiezan a sonar.
La sobrediagnosis (overdiagnosis, por su nombre original) ha resultado un negocio increíblemente lucrativo para muchos, pero de forma especial para los laboratorios farmacéuticos que mantienen una encarnizada batalla por posicionar en la mente de los consumidores las “ventajas” de usar sus productos para ofrecer una mejor calidad de vida a ellos y –particularmente-, a sus hijos.
Creando futuros adictos
Tomemos por ejemplo el auge –casi pandémico-, del aumento en el número de diagnósticos de pequeños con el Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH). En realidad y pese a estar incluido en la “biblia” psiquiátrica (el DSM o Manual Diagnóstico Estadístico de los Trastornos Mentales), es un padecimiento de causas poco claras y en el cual se cree intervienen factores ambientales así como genéticos. Es decir, se sabe mucho pero a la vez poco.
El riesgo de esto último es la celeridad con la que se puede llegar a establecer su diagnóstico y –consecuentemente-, tratamiento. La mayoría de los especialistas coinciden en que el tratamiento farmacológico es imprescindible y que un 70% de los niños diagnosticados con el padecimiento tendrán que usar dosis de medicamentos destinados a su control. Esto quiere decir que 7 de cada 10 niños estará usando Ritalin, Focalin o cualquier derivado del metilfenidato, inmediatamente después del diagnóstico. Por supuesto que esto está muy bien, ¿no es así?
Desde luego que no estoy diciendo –que conste-, que no sería inadmisible que un pequeño certeramente diagnosticado con TDAH no reciba su dosis del fármaco apropiado. Sería una estupidez de mi parte. Sin embargo, lo que ya me empieza a sonar digno de consideración asimismo es que hay que tomar en cuenta la otra cara de la moneda: que una buena parte de las drogas aprobadas para el uso en el TDAH poseen un elevado potencial adictivo.
No estoy en contra del uso de fármacos, de hecho en mi consulta trabajo conjuntamente a psiquiatras porque en ocasiones es evidente que el simple uso de la psicoterapia no basta. No obstante, lo que sí sostengo es que el uso de estos debe ser tomado con mucho cuidado y esto empieza con el diagnóstico de los especialistas.
Ética, conocimiento y preparación
Hace unos diez o quince años alcanzó su cúspide el Trastorno Bipolar, íntimamente ligado al TDAH y que ahora en el nuevo DSM-V es llamado Trastorno de Regulación Disruptiva del Humor. Este padecimiento –que al igual que el TDAH posee origen poco claro-, se caracteriza por cambios extremos en el estado de ánimo y que en términos generales provoca que se pase de la felicidad excesiva a la depresión más absoluta sin causas adecuadas (si es que puede haber causas adecuadas para ambas).
Por tanto, muchos niños son ahora diagnosticados con este reciente Trastorno de Regulación Disruptiva del Humor y por tanto también empiezan a ser medicados con antipsicóticos nada recomendados para ellos (un caso muy sonado se dio en Noviembre de 2013 cuando en España, específicamente en Aragón, unos padres se negaron a someter a su hijo a estos fármacos porque se lo exigía el Ministerio de Educación como “garantía psiquiátrica” para no ser excluido de la escuela. El caso llegó a tribunales y falló en favor de la familia).
Decía que todo empieza con el diagnóstico de los profesionales y esto guarda una cercanía directamente proporcional y, por tanto, inquietante con la ética de los mismos. Cifras recabadas en escuelas de Estados Unidos indicaban hasta finales del año pasado que un 11% de los niños en edad escolar eran diagnosticados con algún tipo de trastorno mental, particularmente TDAH. Esto quiere decir que 6.4 millones de niños han recibido este diagnóstico durante la última década por lo menos. Y la cifra sigue creciendo.
Presión por todos lados
La pregunta que surge –al menos me surge a mí-, es ¿estas cifras a la alza son debidas a una emergencia real o tiene que ver con una urgencia de los médicos y profesionales de la salud mental por salir al paso rápidamente? Se tiene que tomar en cuenta algo que puede resultar aterrador y que no es muy conocido: en el caso del TDAH o la bipolaridad, el diagnóstico es discrecional, es decir, depende de la evaluación personal y por tanto subjetiva del profesional que está tratando al niño.
Esto quiere decir que no hay una medición exacta del mismo y su diagnóstico depende de diversos factores presentes o no en el profesional: conocimiento actualizado, capacidad de análisis, experiencia terapéutica, ética profesional y especialización en el padecimiento. Son muchos y cada vez más frecuentes los casos en los que profesionales de la salud no especializados en el trastorno se animan a sacar lapidarias conclusiones que estrujan –y como no-, el corazón de cualquier padre.
Entonces la cosa debe ir con cuidado. Y si además a esto se suma que ni siquiera los padres se salvan de influir en la diagnosis, todo puede llegar a complicarse. Por ejemplo, el doctor Jerome Groppman, de la universidad de Harvard y reconocido articulista de medicina para el New York Times, declaró en una entrevista algo muy revelador: “Lo cierto es que existe una tremenda presión si el comportamiento de un niño se percibe como, por decirlo así, anormal: si no se sienta calladamente en la escuela se piensa que tiene alguna patología en lugar de pensar que puede ser solamente eso, un niño”.
Esto puede generar que los padres e incluso los maestros deseen internamente (aunque esto no será reconocido abiertamente y desde luego es entendible), que el niño sea diagnosticado y tratado con fármacos que permitan tenerlo más controlado de manera que sea más adecuado para el control de los adultos.
El clavo final en el ataúd mental
Un último pero decisivo factor es el que tiene que ver con la publicidad y mercadotecnia acerca de los productos farmacológicos y su poder en tal o cual trastorno. Las compañías farmacéuticas gastan billones de dólares al año para que su producto se posicione en la mente del padre de familia como la mejor opción para el padecimiento de su hijo. Y uno de los mejores medios para lograr esto es convenciendo de su eficacia –y a veces sin ello-, a los profesionales para que usen su medicamento por encima de otro.
También lo hacen a través de los medios masivos de comunicación, especialmente la televisión.
Para ir finalizando, es evidente el rol determinante de los medios masivos de comunicación, especialmente la televisión, juegan en todo este asunto. El último “hit” de esta moda es el Síndrome de Asperger o como lo nombró ahora el DSM-V (ya sabes lo que les gustan los nombres rimbombantes) al incluirlo con otros trastornos autistas: Espectro de Desórdenes de Autismo. Básicamente el Asperger es una forma leve de autismo caracterizado por torpeza social, incapacidad para identificar emociones –particularmente ajenas-, y un cierto grado de falla en el autocontrol motriz.
Y no es para nada gratuito que el aumento en el uso indiscriminado del diagnóstico Asperger, vaya de la mano con una alza en la cantidad de los personajes en cine y televisión que representan ficticiamente este síndrome, siendo probablemente el más identificable de todos el Dr. Sheldon Cooper, interpretado por Jim Parsons en la serie de comedia más exitosa de la última década en la televisión estadounidense: The Big Bang Theory (La teoría del Big Bang). De ahí el término “moda”.
Para finalizar es importante establecer claramente que –como dije líneas arriba-, el asunto de la “moda de los trastornos” sea tomado más seriamente por los profesionales, pero particularmente por los padres de estos niños. No se trata de negarse sistemáticamente a la opción farmacológica pero sí de detenerse un momento antes de dar la razón a ciegas a los diagnósticos emitidos. Mi recomendación es la más vieja del mundo: haz algo hasta después de tener varias y diversas opiniones profesionales al respecto, constata y compara los diagnósticos de psicólogos y psiquiatras pero también crúzalas con la de neurólogos y profesionales en el estudio del comportamiento humano. Tal vez así logres ayudar también a tu hijo de forma responsable. Hasta la próxima.