La víctima con discapacidad en el acoso escolar

La protección de las personas con diversidad funcional tiene importantes lagunas en todos los ámbitos, sociales, educativos, culturales, laborales; en algunos de ellos la carencia de protocolos de actuación y la necesaria formación de los profesionales es alarmante. Existe, además, sectores en la que el grado de victimización ha aumentado y, en consecuencia, se han relajado las medidas de control de los comportamientos agresivos y la respuesta institucional es insuficiente.

En algunos casos, como en las situaciones de violencia de género, parecería que estamos en manos de un legislador que todavía concibe a las personas con discapacidad como seres asexuados y, bajo ese criterio, la protección hacia la mujer con discapacidad, en vez de contribuir a su seguridad las hace más vulnerables.

En las situaciones de acoso escolar (bullying) sobre alumnos con discapacidad – habitualmente niños y niñas con discapacidades visibles – los entornos intolerantes y la falta de recursos preventivos del hostigamiento, los convierte en sujetos muy vulnerables y los inviste con la inaceptable condición de invisibilidad. Los niños y adolescentes con discapacidad que son objeto de acoso escolar y a diferencia de otros niños que también lo sufren, se desarrolla con más facilidad uno de los aspectos más dañinos del bullying: el del contagio social.

El modelo de acoso influye especialmente en los individuos que asisten de forma pasiva al maltrato, no tienen formado un espíritu crítico, son inseguros y cuentan poco para los demás. Algunas investigaciones han puesto de manifiesto como este contagio social ha provocado que algunos niños con discapacidades también puedan acosar a otros. Más adelante volveremos a retomar esta situación, digamos excepcional, a partir de mi propia experiencia personal en el trabajo con niños y adolescentes en riesgo social.

Todos los menores víctimas de bullying, tengan o no alguna discapacidad, suelen presentar alguna sintomatología depresiva, en algunos casos severa y en otros, aunque menos, peligrosa para su integridad personal. Todos hemos sabido de casos de acoso escolar con finales dramáticos, que se les han escurrido entre los dedos a padres y educadores, a los que se ha llegado tarde y a destiempo, y de los que solo ha quedado espacio para las lamentaciones.

En comparación con el resto de la población, los menores con discapacidad que sufren acoso escolar, en el colegio o en centros de formación y ocupación es, de acuerdo a datos publicados en diferentes fuentes consultadas para apoyar lo que aquí exponemos (National Bullying prevention Center), de uno de cada tres niños con discapacidad que sufren acoso escolar.

Los niños y niñas con discapacidad (éstas muy frecuentemente) son víctimas propiciatorias en el maltrato escolar entre iguales. Por su parte y en España, la investigación realizada por el Programa Estatal de Investigación, Prevención e Intervención contra las personas menores de edad con discapacidad intelectual o del desarrollo), y pese a la escasez de datos sobre la prevalencia del maltrato escolar en esta población, apunta a que las personas menores de edad con discapacidad intelectual presentar un riesgo de ser víctimas de maltrato entre 2 y 10 veces superior al de niños, niñas y adolescentes sin discapacidad intelectual.

Hace unos meses, en el transcurso del curso escolar pasado, participé a petición de la dirección de un centro escolar de mi ciudad, en una situación de acoso escolar sobre una niña de sexto de educación primaria. Definida como persona con inteligencia límite y con numerosas adaptaciones curriculares que habían favorecido su evolución escolar, estaba siendo víctima de burlas y amenazas por parte de algunas de sus compañeras de clase.

Esta situación no era esporádica, ni nueva. Como la mayoría de los niños y adolescentes con discapacidad que viven situaciones de hostigamiento, el asunto viene de lejos y está directamente relacionado con su vulnerabilidad. La propia definición del concepto de inteligencia límite ya supone un obstáculo, una barrera semántica que sitúa a estas personas en tierra de nadie.

Son alumnos que clasificamos con demasiada facilidad argumentando sus dificultades cognitivas, su falta de iniciativa, su limitada capacidad para generar mecanismos racionales par la resolución de situaciones cotidianas, este encasillamiento sin alternativas y las frecuentes dificultades psicomotrices que les acompañan, son utilizados por los acosadores para abusar y provocar indefensión.

Desasosiego, incertidumbre y sentimientos de inferioridad eran las vivencias cotidianas de la niña en la escuela. Esta realidad no era identificada adecuadamente y con facilidad padres y maestros la atribuían equivocadamente a su discapacidad, en algunos adultos, incluso, existía la creencia de estar ante un supuesto de victimización; es decir, la exageración de la situación para llamar la atención.

Debo comentar aquí que, al igual que ocurre con la etiqueta de TDAH que se le cuelga con premura a muchos niños, el concepto de victimización también lleva asociado un riesgo enorme de inatención hacia el menor, cuando no de deriva del problema a otras instancias extraescolares.

El psiquiatra, Dr. Torres, me comentó no hace demasiado que estaba hasta aquí (se señaló la frente con el gesto de la mano que utilizamos para mirar lejos) de niños talentosos, curiosos e inquietos derivados para un diagnóstico, que muchos esperan acabe con la solución del tratamiento farmacológico con metilfenidato, que aseguran mejora la conducta de hiperactividad y la inatención.

A muchos ya no les parece tan buena idea cuando – me continuó diciendo – les comentas que estos tratamientos deben ser multimodales y, en consecuencia, la medicación por sí sola no es suficiente, requiriéndose conjuntamente intervención psicológica, intervención familiar e intervención escolar. Como con tantas otras de nuestras creencias en la biomedicina, buscamos eliminar los síntomas que nos generan dolor o incomodidad.

Para la victimización no existe fármaco que valga, pero como ocurre con el TDAH, si erramos en el diagnóstico, corremos el riesgo de descubrir un maltrato real cuando pueda ser demasiado tarde. No podemos hacer a un lado otra de las características menos visibles, pero igualmente perniciosa, que más dificultan la prevención y la evitación del acoso escolar: la de conducta de espectador.

El espectador, ese padre/madre, ese profesor/a o ese alumno/a no implicado, que miran para otro lado, cómplice de la pasividad o ignorancia del entorno, que contribuye a poner a los pies de los depredadores a las criaturas más frágiles. En nuestro caso, el abordaje de las conductas de unos y de los otros, la comprensión en muchos casos de que el bullying no tiene nada de inofensivo, la aplicación de medidas disciplinarias, el desarrollo de actuaciones de implicación familiar de todos los implicados y la colaboración activa del equipo docente, fueron medidas suficientes para abortar la situación de acoso y preservar el adecuado y adaptado aprendizaje de la menor.

Ser víctima de acoso escolar no es un hecho fortuito ni aleatorio, no es algo que le pueda suceder a cualquiera, aunque son muchos los menores que se ven comprometidos en una situación de bullying. Sufrir acoso, vejación o maltrato por parte de iguales depende de la vulnerabilidad de cada uno, y de los factores de riesgo que puedan convertirse en ariete de esta vulnerabilidad. En el caso de los menores con discapacidad no siempre o no solo vulneran sus derechos los “más malos de la clase”.

Ocurre que con la fragilidad del discapacitado, encontramos actuando como agresores a niños agredidos anteriormente. En la escuela y no solo en la escuela, las personas con discapacidad son blanco accesible sobre el que descargar frustraciones e iras contenidas. Entre estos menores, tímidos, retraídos, con nivel bajo de autoestima e incapaces de enfrentarse o tomar represalias cuando se son hostigados, acosados o agredidos, pero que ocasionalmente se transforman en acosadores de compañeros con alguna discapacidad, se pueden encontrar también otros alumnos con discapacidad. Esta es una realidad que he tenido ocasión de ver personalmente.

Trabajando para la Fundación Can Baró, en Barcelona, una entidad de acogida para niños y adolescentes en riesgo de exclusión social, que mayoritariamente provenían de familias desestructuradas, algunos con discapacidad intelectual, resultaba habitual encontrarte delante mismo de la cara de la frustración, del rostro del miedo y la desconfianza. Violencia de género, abusos físicos, psicológicos y sexuales, mendicidad obligada, convivencia con el alcohol, las drogas y la prostitución, eran algunas de las experiencias cotidianas de muchos de aquellos niños.

No era menos frecuente que, en su manera de relacionarse, la empatía careciera de sentido, empatía 0 que en algunos casos los investía de un halo de crueldad. Maltratar a una paloma herida en el patio, a una cría de gato aparecida de no se sabe dónde o a un compañero más débil era más de lo mismo en su experiencia vital. Afortunadamente Can Baró no solo cambió a muchos, sino diría que a algunos les salvó de una existencia penosa.

La falta de atención familiar, la ausencia de experiencias de cariño y la violación de los derechos de los niños, son caldo de cultivo para el bullying escolar y para continuar arruinándose la vida. Es fácil de adivinar que los alumnos con discapacidad intelectual acumulaban el mayor número de acosos en aquella institución.

Los tiempos han cambiado mucho, instituciones como aquella no tienen hoy razón de ser; sin embargo el acoso sigue siendo una realidad en nuestras escuelas y los alumnos más vulnerables y discapacitados continúan sufriendo persecución, hostigamiento y violencia por parte de compañeras y compañeros de clase.

Blas Ramon Rodriguez
Psicólogo, experto en medicina psicosomática y psicología de la salud.