Cuenta la leyenda que Catalina de Siena pudo ser el primer caso documentado de anorexia nerviosa. Rondaba el siglo XIV, cuando a esta enfermedad se la denominaba ‘Anorexia Santa’.
La joven fallecía a los 28 años, dos años después de dejar de comer voluntariamente. Catalina logró así evitar que su padre la casara y consiguió ingresar en la orden de las dominicas, aunque con la mitad de peso.
En aquella época y durante la Edad Media, las religiosas eran un gran ejemplo para muchas otras mujeres. Gracias al ayuno conseguían que se les retirara el período y con ello demostrar que el espíritu estaba por encima de la carne.
Pero no fue hasta 300 años más tarde cuando se descubrió la anorexia, tal como la conocemos. Una enfermedad que diagnosticó el médico inglés Richard Morton a dos pacientes que se negaban a comer. ‘Consumición nerviosa’, la llamó.
Otros trescientos años fueron necesarios para que el término anorexia se acuñara definitivamente. Fue el Doctor Gordon, hace sólo 26 años, el primero que usó esta palabra prestada de la terminología griega (an-: negación y –orexis: apetito, hambre o deseo).
La anorexia del siglo XXI en cifras
Desde entonces, miles de casos se han diagnosticado y tratado en las consultas médicas de todo el mundo. De hecho, se calcula que la anorexia afectaría entre el 0.5 y el 3% de la población adolescente mundial y al 1,5% de las mujeres entre 16 y 40 años.
A pesar de que actualmente en torno al 55% de enfermos logran curarse, el tiempo no ha jugado a favor de la enfermedad. Hoy en día, la anorexia está considerada uno de los trastornos mentales con mayor mortalidad (3-5%) y la tercera enfermedad crónica en la población de 15 a 29 años, con una tasa de cronificación del 25%.
¿Por qué hablo de anorexia?
No soy historiadora, ni médico, ni psicóloga. Tampoco los datos que cuento los he descubierto yo. Nada desvelo entonces que no se encuentre entre manuales o en la red.
Y ¿entonces? Mejor, me presento:
Me llamo M. Ángeles Pastor, tengo 43 años y soy periodista. No entiendo de estadísticas, ni de psiquiatría. Pero sí puedo hablar de esta enfermedad en primera persona (por suerte).
Durante más de 20 años he sufrido un trastorno alimentario. Anorexia, para ser más precisa. Empecé a los 15 y creo que logré terminar con ella a los 39 años (hace 4).
He vivido junto a una enfermedad mental que me ha quitado todo y me ha causado dolor, mucho. A la vez, me ha hecho crecer y madurar, hasta decir basta.
¿Por qué contarlo? ¿Mejor callar?
Como en la mayoría de los casos, he pasado años silenciando mi problema. Básicamente por vergüenza. Hasta que una decide contar al mundo, en contra de algunas opiniones, que esta enfermedad no se escoge.
Compartir experiencias torna la enfermedad en algo más compresible, más accesible y con menos tabús. Silenciar es dar pábulo a un trastorno que muere cuanto más se airea y más se expone a la luz.
No ser cómplice, no vivirlo como una lacra, demostrar que es posible salir y aprender, es mi objetivo. Y en lo más alto de mis deseos: la ilusión que mis palabras puedan ayudar a quien pase por esto. De cerca o lejos, no importa.
Todo aquello que inquieta a una persona enferma, en tratamiento o ya recuperada es lo que plasmo negro sobre blanco, en cada uno de mis artículos.
No perder de vista una enfermedad que lo puede arrancar todo y ponerle límites a diario es lo que impulsa a contar y no callar.
Quizás lo mismo que hubieran deseado muchas de aquellas personas que en plena Edad Media tropezaron con un trastorno que no entendieron y sufrieron en silencio, hasta morir.