Cuando el cuerpo habla

El cosquilleo de los dedos cuando escribo en el ordenador. La sensación de los cabellos como rozan mis mejillas y hombros. Un picor que va moviéndose por diferentes puntos del cuerpo, pareciendo escapar de la tentativa de mis manos a querer pararlo.

Vida. Todo el rato vida. Respirando, vida. Mi compañero y aliado desde que llegué aquí. Quien me anda y quien me siente. El transporte mediante el cual mi esencia más íntima interactúa con el mundo en el que vivo. Con los otros. Los iguales. Los cuerpos que también se mueven, animados y selectos. Cada uno el suyo. El de uno, el de todos.

Le hago caso y le miro. Y contemplo el abecedario que él mismo ha creado por sí mismo. Su lenguaje y su don. Él funciona, siempre, y habla, tanto si le hago caso como si no. Él va a su ritmo. Más bien al ritmo del corazón. El corazón y el cuerpo. Una infinitud de aspectos que los hace iguales, los acerca. Sensibles e intuitivos, perceptivos y abiertos. Transparentes y delicados. Fuertes y valientes. Se enamoran el uno del otro, se reconocen compañeros aliados en esta vida que se presenta y continúa.

Le dejo hacer y ser juguetón. Que tome protagonismo y me lleve. No quiero mandarlo, aunque sea sólo por un rato, le daré este derecho que le corresponde. Que dance y que flote, que se eleve y que caiga denso al suelo que lo sostiene cada día. Me arrastro y me transporto a través de la corriente interna que lo vive y que lo une a la madre tierra.

Cuántas veces me ha hablado y no le he escuchado. He desviado la mirada, he cerrado los oídos y los sentidos. Porque no me interesaba. Porque me molestaba. Porque me decía verdades que no quería escuchar y me eran poco cómodas. Me era más fácil sostener una realidad que aún de cartón, era controlada, pensaba. Y él venía, como un remolino, y me decía que quizás aquello no era lo que tocaba. De sentido, de vida, de destino.

Le ahogaba y le ahogaba. Le decía que se callara. Semanas, meses, años. Me iba apartando de él, marginándolo, para entrar en una realidad ficticia que a mí me parecía original en aquel momento. Hasta que después de mucho y mucho hablar, se cansó. Ni le escuchaba ni lo oía. Y entonces se puso a gritar. Fuerte, muy fuerte. Me asusté, claro. De repente, escuchaba una voz que ni siquiera reconocía, aunque nunca había parado de hablarme. Pero aquella voz me ensordecía… me quería tapar los oídos, aún más fuerte. Y entonces gritaba más, y más, y más. Quería ganarle el pulso al que me estaba sometiendo. Exigiendo que todo aquello que se estaba deshaciendo ante mí se mantuviera.

Pero no. Se fue. Todo. Toda. Yo. Y entonces el cuerpo dejó de gritar. Entonces me acariciaba, con palabras, con suspiros y susurros. Me contaba historias y me daba mensajes. Rendida, extasiada, destrozada, desmontada… sólo podía mirarle, de reojo, y escucharlo. Por primera vez, me abría y dejaba que penetrara en mí todo aquello que me decía. Porque ya no tenía para qué luchar. No tenía nada que proteger, ni que justificar. Se había ido todo. El telón de aquella obra que veía se había bajado y estaba en un camerino en forma de cueva interna. Y allí no pasaba nada. Ni el tiempo ni el espacio. Sólo notaba lo magullada que estaba después de tanto resistirme y luchar. Pero había dicho basta, o me habían obligado a hacerlo.

Sea como sea lo agradecía. Ya estaba cansada, agotada, demasiado. Había tenido suficiente de vivir durante unos años ciega a mí misma. A mi sentir y respirar. A mis anhelos más secretos que salían resplandeciendo en el momento en que les daba espacio para hacerlo. Y entonces danzaban ante mí, en medio de la oscuridad de aquella cueva, y me enseñaban bailes que nunca antes había visto. Me explicaban posibilidades que no conocía y volvían a meterse dentro de mí para seguir el movimiento, más despierto, a mis entrañas. Caderas, pechos, cabeza, pies, manos…

En mí. Un despertar. Un aceptar y tomar conciencia que todo aquello era yo, parte mía total e indisoluble a mi todo. Mucho más conectada al cielo y a la tierra que lo podría estar la razón en muchos momentos. Dejar de sustentar algo que ni escogido ni querido para mí. Pero impuesto, fue aceptado como una realidad propia. Edificar a partir de eso es destructivo, enfermizo.

Por eso, cuando me recuerdo estirada y vencida, agotada y magullada, sonrío y lloro a la vez. Y doy gracias, infinitas gracias por haberme dicho basta. Para haberme parado, cuerpo querido. Por haberme dicho que no iba bien y me estaba escondiendo de mí. Que estaba siguiendo por una corriente que no era la propia y que eso podía llevarme hasta la muerte de mi esencia y de mi yo más puro. Fui afortunada. Pronto me dijeron, me avisaron, que aquel camino que seguía estaba lleno de minas por estar alejado de mi corazón. De mi alma y de mi centro.

Estuve allí acostada no sé cuánto tiempo. Ni lo conté ni me importó. Me dejé sanar hasta que un día, de repente, noté como mi cuerpo estaba animado. Sensible y vivo. Que pasaban muchas cosas en él.

Las tomé a todas como mis amigas, las reveladoras de secretos profundos. Después de haber andado por aquellas mazmorras, me puse de pie convencida que todo aquello había cobrado un sentido diferente en mí y en mi conciencia. Que nunca nada más volvería a ser igual, porque de repente me había integrado de una manera nueva. Mis sensaciones, emociones, intuiciones y entrañas andaban al son de mi cuerpo. Y mi cuerpo me representaba como una parte intrínseca de esta existencia humana. El protagonista impalpable, incuestionable, mis raíces y mi sostén.

Entonces le dejé hacer. Que me dijera y que me guiara. Que me aconsejara cuando sí y cuando no. Cuando alguna cosa le era buena y cuando alguna cosa no le era agradable. Con personas, con situaciones, con músicas y con canciones. Con alimentos y con deportes. Con bailes y sonidos. Le dejé hablar. Y nunca más gritó. No de aquella manera, desesperada y desorbitada, como lo había hecho. Ahora, a veces, levanta la voz. Un poco. Pero entonces le miro de reojo y me sonríe. Sabe y sé que no le dejaré en vano. Que le escucharé. Que todo lo que me diga será valorada como una verdad a ser sentida.

Él es mi guía, mi termómetro interno, mi brújula y mi máximo aliado.

Sé que cuando estoy en mi camino, él descansa en paz, fluyendo y nadando a favor del sentido de la vida.

Sarah Gaset
Psicóloga licenciada en la Universitat Autònoma de Barcelona y Terapeuta Gestalt.