El apego y el vínculo materno

Tú imagínate. Un espacio cálido, armónico y protegido. Con sonidos más o menos suaves y con caricias de lo que te rodea. No tienes que moverte. Todo lo que necesitas te es facilitado sin ni siquiera pedirlo. Sensación de unión, de no soledad, de fusión. Una voz que te acompaña durante unos meses y que es lo único que seguramente reconoces, pero con eso tienes suficiente. Tú y ella. Tu madre.

Un día creces, y sigues creciendo tanto que aquel espacio en el que has cabido durante un tiempo se queda demasiado pequeño. Tienes que salir, o te obligan a hacerlo. Sales, te sacan. Luces, ruidos, cambio de temperatura, de sensaciones, de inestabilidad e inseguridad.

Todo aquello que te mecía en un ambiente tuyo y protegido ha desaparecido y de repente estás en un universo que ni siquiera eres capaz de ver pero que te parece infinito e ilimitado, porque a nivel corporal no sientes sus fronteras. Sólo que pasas de unos brazos a otros. Y hay muchas voces, muchas pieles y olores.  Menos cuando la sientes a ella, tu madre, todo lo otro es como un impacto tras otro.

Ella sabe cómo hacerlo, como cogerte y regalarte su cueva, aún. Frotándote con su piel, escuchando la respiración conocida que te ha acompañado durante unos meses, recibiendo besos de sus labios que hasta llegaban cuando estabas allí, dentro, cerrado/a, protegido/a.

La primera separación, la más gran de todas, se produce cuando nos sacan y nos separan de nuestra madre. Y desde una unión absolutamente simbiótica que había habida hasta entonces, yo con ella y ella conmigo, de repente me convierto en un individuo porque el cordón que nos unía ya está separado en dos. Ahora ya respiro por mí, me alimento porque busco o porque me lo dan y tengo que llorar para expresar que algo pasa. Aquello incondicional, aquel cielo inigualable, ya no está, y tampoco volverá.

Nuestra vida ha empezado hace un tiempo, pero diríamos que como individuo es entonces cuando comienza. En función de las circunstancias de cada uno, este vínculo seguirá de una manera más o menos unida, sana, segura, vinculante. La separación se hará notar más o menos, aunque en todos los casos seguirá estando.

Crecemos con esta herida de guerra. No para ser catastrofista digo eso. Seguramente forma parte del proceso de crecimiento y desarrollo de la persona y de su conciencia. El recuerdo de esta especie de unión mística con un ser, que lo podemos atribuir a la madre o un más allá, y que sea como sea un día notamos que nos es quitado y tenemos que aprender a convivir con nosotros/as mismos/as.

No se nos dice, no se nos explica la importancia de este inicio, de este comienzo por el camino de nuestra vida. Todo se da demasiado por hecho. Que ahora ya hemos salido y es lo que hay, que después vamos a la escuela y es lo que hay, también. Y si lloramos, si gritamos, si reclamamos, es porque necesitamos que alguien, ella o quien sea, nos mire a los ojos, nos abrace, y nos diga que no pasa nada.

Que entienden nuestro susto, que ellos también lo han sentido, y que nos acompañan en esta valiente aventura que estamos comenzando. Es el pilar de la vida, la base de nuestra futura existencia aquí.

Pasan los años y de una manera inconsciente, seguimos anhelando y buscando aquello que un día tuvimos. Aquel ofrecimiento gratuito, aquella mirada incondicional y protectora. La buscamos en los propios padres, en los amigos, en los profesores y vecinos. No lo sabemos que hacemos esto, porque como he dicho, nadie nos ha explicado que esta huella es profunda y que si no nos damos cuenta guiará siempre nuestros pasos. Seremos capaces de vendernos por un rato de amor, de mirada sincera, de atención, de apoyo y admiración.

Aquí empiezan a aparecer las capas de mula que nos vamos poniendo encima para gustar y ser aceptados. Recordad que la finalidad es con una intención tan genuina y positiva como recibir un poco de aquel amor que en el fondo de nosotros mismos sabemos que un día vivimos. Recuperar la confluencia perfecta que tuvimos. Y entonces comenzamos a mirar a fuera y poco dentro. Como desde una mirada que va haciéndose adulta, se esconde un niño o niña pequeños que piden socorro y afecto. Para conseguir esto somos capaces de hacer lo inigualable. Tres carrera, ocho másteres, subir todas las montañas del planeta y tirarnos con paracaídas. Para nada hacer todo eso tiene nada de malo. Siempre que sea uno el que auténticamente lo elija.

Una de las situaciones que más despiertan algo parecido a este primer vínculo, son las relaciones de pareja. Aparece un individuo, una persona, que durante un tiempo me da la exclusiva. Nos ve y nos mira, y aplaude cualquier aspecto de nuestra existencia. Nosotros también lo hacemos con el otro. Es la fase del enamoramiento, que es tan buscado u perseguido porque nos acerca a la experiencia de ser uno con el otro. Un día esto se rompe.

El espejismo se va haciendo realidad y, simplemente, comenzamos a ver con más claridad y realidad. Esto implica que esta burbuja se deshace también. El otro quiere ser más él, recuperar su espacio, y yo necesitaré lo mismo en función de cuánta sea la necesidad no cubierta que ha quedado en mí de aquel primer vínculo con mi madre o con la figura que la sustituyera.

Si tuve un vínculo seguro, sabré plantarme mejor sobre mis propios pies. Si el vínculo fue inseguro o ambivalente, si me faltó mucho para sentirme realmente visto/a y querido/a, empezaré a reclamar y a necesitar que éste que me está dejando de mirar como lo hacía unos meses antes, lo siga haciendo continuamente. Sin esta mirada del otro sentimos que dejamos de existir, que todo acaba, que no somos capaces de seguir adelante. Algo parecido a lo que debemos sentir, aunque no lo recordemos, cuando nos arrancan y nos tiran al vacío de la vida justo al nacer.

Es muy importante hacer un proceso de conciencia descubriendo como fueron mis primeros vínculos. Por ejemplo, podemos empezar a investigar como fue el embarazo de mi madre, el nacimiento (natural, forzado, si me separaron rápidamente o pudimos compartir un rato al nacer, si hubieron complicaciones al parto o no…). ¿Cómo estaban los ánimos en casa cuando llegué? No es lo mismo entrar en un ambiente armonioso y feliz, donde habrá más accesibilidad a la vinculación auténtica y afectiva, que en un ambiente deprimido y agresivo, donde los adultos estarán tan ocupados con sus historias que ya desde un principio el recién llegado no tiene cabida ni espacio.

vínculo materno

¿Cómo eran mi padre y mi madre? O los adultos que estuvieran conmigo. ¿Me miraban, me apoyaban? ¿O tenía que buscar estrategias complicadas para conseguir su atención? Ya sea haciendo el payaso, rompiendo cosas, o pegando a mi hermano. Haciendo una lectura de esto, se pueden llegar a encontrar paralelismos con mi realidad como persona adulta. Entonces me puedo preguntar, también, qué y quién hay detrás de algunas de las acciones que realizo y que quizás hasta día de hoy ni siquiera me había cuestionado si son realmente escogidas por mí. ¿Quién querría que las reconociera?

El camino hacia la responsabilidad personal, el camino del guerrero, el camino de sanación y de recuperación de la propia individualidad como ser único e irrepetible… pasa por hacer una limpieza y una toma de conciencia de todo esto. Para ir cicatrizando las heridas que pudieron quedar en mis inicios y que puedo estar arrastrando en las diferentes relaciones de mi vida, pidiéndoles algo que no les corresponde en realidad.

Podemos volver, durante un tiempo, al principio de nuestra historia e infancia y, como adultos, explicarles a aquel niño o niña que fuimos que ahora estamos nosotros con él/ella y que estamos dispuestos a cuidarlo/la y aceptarlo/la tal y como es. Que pase lo que pase, no le abandonaremos, estaremos aquí, el/la veremos. Que cuando necesite alguna cosa no se desespere buscando fuera, sino que me llame e iré a buscarle para mecerlo/la y explicarle lo que necesite escuchar para encontrar la calma.

Podemos cerrar los ojos e imaginar que jugamos con él/ella, que le vamos culminando de todas las cosas que le hubieran gustado, que hubiera necesitado, y que no tuvo. No tuvimos. Al principio puede ser un ejercicio doloroso, pues si nunca hemos hecho esta mirada, abriremos la caja de pandora y descubriremos sentimientos muy profundos y enterrados que ven la luz por primera vez.

Pero esto nunca es en vano. Al contrario. Después de trascender este momento, este espacio secreto hasta entonces, empieza a aparecer una sensación de paz más profunda, de menos necesidad externa y más interna, de sentir que maduramos de una manera nueva y que nuestras propias raíces se clavan al suelo más firmemente.

Y, desde aquí, las ramas de nuestro árbol podrán crecer más seguras hacia el cielo en busca de la realización de nuestro sueños y anhelos.

Sarah Gaset
Psicóloga licenciada en la Universitat Autònoma de Barcelona y Terapeuta Gestalt.