Psicogenealogía y mandatos familiares

¡Niño, quédate quieto!

En plazas, túneles del metro, avenidas y callejuelas de cada rincón del mundo se oye una misma sentencia: “¡Niño, quédate quieto!”.

Aclaración: lo que se oye es “la puesta en escena” de esa voz ancestral. Hablo de las estatuas vivientes.

Esas esculturas de carne humana son verdaderas representaciones del mandato. Nada más quieto que una estatua: ser de piedra –de mármol y casi muerto– y tapar las emociones tras el atuendo correspondiente. Esas manifestaciones artísticas callejeras exhiben una galería de personajes, amplia y variada, que nunca se agota en creatividad.

Es un trabajo como otros, que exige oficio, arte, paciencia, concentración, materiales diversos y la inestabilidad de ganar el sustento según el paseante o vertiginoso caminante que pasa al lado de sus creaciones. Algunos dejan unas monedas y piden una foto, otros ni siquiera registran que ahí hay una persona…

Tomaré esa imagen tan popular en cada ciudad como una metáfora: parece oírse que esos sujetos alguna vez han escuchado de boca de sus mayores que se queden quietos, que no trepen árboles o que detengan el impulso vital del movimiento. Leo ese trabajo informal de hombres y mujeres de tantas partes del mundo como un metamensaje: todos escuchamos de nuestras familias algún “serás esto o aquello”, “no hagas eso que esperamos de ti”, “necesitamos que realices esta tarea”, “es tu función continuar la misión de tu abuelo…”.

Podemos aceptarlo sin hacer gala de ninguna libertad personal, o podemos acatar sin oponernos y asumir el mandato como una responsabilidad que no deja lugar a la crítica. También podemos decir sí a medias, por ejemplo: hacer eso de lo que quisiéramos una profesión –la música– un hobby de fin de semana, porque de lunes a viernes toca llevar adelante la fábrica que montó el patriarca del clan y continúa en sus descendientes.

Franz Kafka es otro buen ejemplo: el autor de La metamorfosis se vio obligado por su padre a trabajar en su comercio y estudiar Leyes, cuando deseaba ser escritor.

A lo largo de la vida vivimos etapas de sumisión y docilidad, a veces hasta morir en el intento, por complacer a los otros, o conseguimos la fuerza interior para decidir ser “autosustentables”: palabra de moda para expresar que no es necesario someterse a la voluntad ajena para ser queridos.

También podemos rebelarnos, dejar todo, partir del hogar y –muchas veces, como castigos por la desobediencia– pagar con el cuerpo, la frustración, la enfermedad o el exilio, el hecho de haber optado por una vida libre de ataduras.

Tiempo de una pregunta central: “¿Qué personaje te compraste?”

Sostengo que somos, hacemos, elegimos, trabajamos dentro de una estructura que se construye desde la voz ancestral: completando una tarea inacabada, reparando la acción de los antepasados, replicando una situación familiar, sanando un mandato, repitiendo un destino, copiando un modelo, un guión, un patrón de la tribu a la que pertenecemos.

Cuando, caminando por la propia ciudad o cualquier otra ciudad del mundo, nos topamos con las estatuas vivientes podemos ver los mensajes del clan: personas congeladas que representan una expresión maquillada, que se transforman en argamasa moldeada con afán de verosimilitud usando telas o pinturas que imitan oro, plata, cobre, diversos colores sobre la piel, dando impresión de ser de madera, roca, metal, amasijo de trapos; que usan dispositivos mecánicos ocultos para dar la ilusoria idea de viento, o que el personaje está en el aire, o que se sostiene sobre un hilo…

Reyes, trapecistas, bailarinas, ajedrecistas, guerreros, robots: algo los iguala a pesar de sus trajes diferentes, sus actitudes inmóviles o sus logros estéticos. Todos son mudos. Son estatuas. Muestran su esencia de piedra. No tienen voz.

La metáfora que nos aporta este espectáculo callejero es riquísima: podemos escuchar los rumores (de los ancestros al borde de la cuna), voces que se han quedado acorraladas en la función que desempeñan estos artistas. Trabajadores como tantos otros: comerciantes, maestros, médicas o abogadas. En muchas vocaciones (recordemos que esta palabra deriva del verbo latino vocare, “llamado”) resuena esa voz-mandato que recibimos desde antes de nacer: en cada familia hay una expectativa reservada para los futuros miembros que se sumen a un árbol que ya está de pie hace décadas, siglos.

No hace falta ser tan audaz como esos artistas que salen cada mañana con cajas de betún, adminículos, accesorios y una plataforma donde instalar su estatua. No hace falta toda esa parafernalia: cuando nos “disfrazamos” de policías, psicólogas, deportistas, profesores, periodistas, pintores, enfermeros, arquitectas, parteras, carpinteros, diseñadoras o choferes. No siempre ejercemos labores impuestas, por suerte vamos redefiniendo en el camino qué ser, quién ser. Pero muchas veces respondemos ciegamente al mandato ancestral: creemos elegir qué hacer/ser y –sin embargo– estamos mudos, congelados como estatuas vivientes cumpliendo roles asignados para que la memoria del clan se siga sosteniendo.

Si en la familia hubo mucho dolor, necesitamos médicos. Si sufrimos falta de justicia, abogados. Si percibimos una falta de derechos básicos ­–educación, comida, techo– designaremos maestros, cocineros, albañiles a lo largo de las generaciones… O nos instalaremos en el grupo como Quijote, Batman, Juana de Arco… O madre abnegada, niña caprichosa, macho donjuanesco, hermanita yo-no-puedo, o hija mayor-puedelo-todo… Los roles son infinitos pero en toda familia, a cada uno de sus miembros, se le asigna el que “toca” desempeñar.

Las estatuas vivientes funcionan como un formidable símbolo porque están ahí, a la vista y nos brindan un espejo para pensar-nos en nuestra máscara (otra palabra interesante: del griego, quiere decir “delante de la cara”) para afrontar el mundo. Personaje es eso mismo, una mueca que se sobreimprime al verdadero rostro. Así, es paradójico que se asimile “persona” a “ser humano”, pero entrar en estas profundidades daría para otras reflexiones…

Psicogenealogía

Pensar-nos, revisar actitudes, vocaciones, modos de funcionar en la vida cotidiana, familiar, profesional es parte de la psicogenealogía: esa línea del psicoanálisis que indaga en los árboles genealógicos porque asume que, así como cada sujeto tiene su inconsciente personal, existe un inconsciente familiar que gobierna a cada clan.

psicogenealogia

Tomar conciencia para decidir a conciencia. No es un juego de palabras: implica des-programar los mandatos que recibimos, aprender a reconocerlos, saber que nada está inscripto de una vez y para siempre, que tenemos la libertad de optar siguiendo el llamado de una voz superior a la de cualquier antepasado: la propia voz, que siempre debe ser más potente que la “voz de la sangre”.

Las neurociencias, tan en boga, nos alientan en esta tarea para desarrollar la plasticidad neuronal. Desde la psicología transgeneracional sumamos la importancia de acceder a los secretos tóxicos guardados por años en las bocas selladas de quienes pactaron silencio por falsa fidelidad familiar.

Con mente abierta, corazón decidido y capacidad de replanteo de esas conductas naturalizadas -que en verdad funcionan como prótesis- podemos remover bloqueos emocionales, liberarnos de esas muletillas con “aire de familia”, sanar alergias, fobias o dolencias psicológicas.

Analizar el árbol genealógico, detectar los mandatos y expectativas de nuestros mayores, desvelar secretos (herencias injustas, duelos inacabados, abortos, guerras, muertos mal sepultados, etc.) NO implica deslealtad al clan, traición a la sangre ni ingratitud a todo lo recibido…

Des-programar es hacer aquello que nos da verdadera identidad, sin máscaras, sin mudez de estatua, sin congelamiento de piedra; sentir genuinamente, libremente, elegir sin culpas, aprender a “reciclarnos” (otro modo de adherir a la teoría de la resiliencia) y re-nacer tantas veces como sea necesario.

Redacción
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