La ansiedad, mucho más que un síntoma

Existe la vida y la no vida y la ansiedad es la no vida en la vida. La no vida en la vida porque en realidad estamos vivos cuando estamos teniendo este tipo de experiencia. Es la condición de nuestra mente la que determinada si nos tenemos que quedar ahí o no. Si podemos cambiar o no. Si nos hacemos grandes o pequeños. Si nos ocultamos o nos destapamos.

La presencia de la ansiedad en nosotros resulta devastadora a veces. Reduce a cenizas. Y eso es muy doloroso para una mente controladora que lo quiere todo de plástico y bien formulado. Sin embargo, una de las experiencias más profundas de la vida es la de convertirse en cenizas, porque desde aquí es la única oportunidad que tenemos para emerger de una manera nueva y seguramente más adecuada a lo que nosotros somos esencialmente.

Los síntomas físicos que despierta la ansiedad son alarmas que se activan para mostrarnos que hay algo que falla, algo que huele mal, algo que ahoga. Alguna parte de nosotros que reprimimos, que estamos aplastando y callando forzosamente. Como no lo dejamos expresar de manera natural, empieza a moverse como una olla a presión interna en forma de manifestaciones físicas y psíquicas.

La ansiedad no existe. La ansiedad la creamos nosotros. Es una condición de nuestra mente, de nuestros miedos, de nuestros defectos, de nuestras dependencias, de la necesidad de control. Que no exista por sí misma no significa que no podamos experimentarla y que en el momento de la experiencia sea devastadora. Sé que lo es, lo he vivido en propia piel y me he visto reducida en alguna cosa muy pequeña. Sólo sé que, al final, gracias a la ansiedad volví a nacer. Y a estar más cerca de quien soy realmente y en esencia.

La manera de trabajarla es analizando nuestra línea de vida. Quién hemos sido y quién podemos llegar a ser. Normalmente, en una experiencia de ansiedad la voz interior ha estado más que reprimida. Hablamos de aquella voz interior intuitiva, que va más allá de la razón y que a veces nos dice cosas que asustan.

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Más vale todo controlado y bien puesto, que no tener que hacer muchos movimientos. Descubrir quién hemos sido y quién podemos llegar a ser puede ser uno de los hallazgos más importantes de nuestra vida, sino el que más. Normalmente, quién hemos sido acostumbra a ir ligado a quién se esperaba que debíamos ser.

Por lo tanto, todos los mensajes a nivel externo, todas las expectativas y todas las proyecciones que nos han puesto en los hombros. Los padres, los maestros, los abuelos, la sociedad, la publicidad, los vecinos, los amigos, los hermanos… ¡nosotros mismos! Cuando uno empieza a quitar capas y capas y capas es normal sentir la sensación que queda desnudo.

Que por primera vez, después de haberse planteado qué es realmente inherente en uno, se da cuenta que si uno quita todo lo que no es de verdad, queda en nada. En nada… en cenizas… y volvemos a la experiencia dolorosa y transformadora a la vez de tener la posibilidad de renacer a la propia muerte. Y cuando uno se queda vacío, cuando uno no sabe quién es, cuando uno se pregunta qué demonios ha venido a hacer en este mundo… tiene la maravillosa oportunidad de empezar a edificar este nuevo Yo que puede llegar a ser algún día.

Un Yo más libre, más esencial. Que está en el mundo conectado con el latido de su propio corazón. Que tendrá días mejores y días peores pero que serán en realidad escogidos como propia experiencia de vida. Esto implica riesgos y fracasos. Riesgo de perder, de dejar ir, de separarse de viejos patrones que de repente habrán quedado anticuados y ya no servirán en nuestra experiencia del Ser.

Uno sentirá que lo que valía antes ya no vale ahora y esto es una vivencia muy profunda de desarraigo y desapego. Ser capaz de quitarse todas las cadenas y volar libre suena muy bonito pero no siempre es una fácil decisión. Esta posibilidad promete siempre nuevos horizontes y nuevas oportunidades. Pero uno tiene que estar dispuesto a dejar ir, a no mirar atrás en muchos momentos, a confiar más en lo que dice algo muy adentro que en lo que marcan ahí afuera.

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Sí, a veces es nadar a contracorriente, es sentir que nadie acompaña, que nada comprende. Sin embargo, si hay una sensación de que este esfuerzo está valiendo la pena, que este es el camino donde parece que se esconde el tesoro prometido de descubrimiento, hay que seguir adelante. Sólo así podemos llegar a la tierra prometida. A nuestro reino interior. El único sitio donde se esconden todos los tesoros habidos y por haber.

Cuando un niño es pequeño tiene la experiencia inherente de la confianza en el que ha de ser. El solo hecho de no hacer ningún planteamiento mental al respecto, seguramente porque cognitivamente no le es aún posible, hace que no se pueda plantear las experiencias y las posibilidades de la vida como buenas ni malas. Simplemente, son. Si camina y se cae, llora y sigue. Si toca alguna cosa y se quema, se queja y habrá aprendido. No hay manera de crucificar ninguna experiencia. Simplemente, las cosas son, y el pequeño aventurero es con ellas.

Un vínculo seguro permite esta sensación de ser capaz de comerse el mundo porque el mundo no puede comerme a mí. Es sólo en situaciones de vínculos más bien inseguros o ambivalentes que el niño empieza a experimentar miedos y ansiedades desde edades bien tempranas. Donde ya empieza a cargar con una serie de mensajes y de mochilas que seguramente no son suyas pero que ya le han traspasado.

Y los niños son vulnerables, ¿sabéis? Se van haciendo, por lo que ya son esencialmente y por lo que les llega de su entorno. Si se les presenta el mundo como un escenario inseguro y peligroso, esta persona deberá empezar a crear las propias armas porque su instinto de supervivencia le dirá que si quiere seguir adelante tiene que ir bien protegido. Si, al contrario, se le enseña a confiar, a creer, este niño tendrá más libertad en no crear límites que le impidan ver el cielo.

Enfermamos cuando negamos esta confianza que de manera inherente nos conecta a la vida y con lo que tiene que ser. Nos consumimos cuando por miedo a hacer o a ser nos quedemos quietos “por si acaso”.

La vivencia de la ansiedad para mí es la alerta máxima de la urgencia que tiene esta confianza y conexión a la vida para volver a ser. No hay nada en nosotros que sea defectuoso, es un error pensar esto. Somos enteros tal y como somos, aunque nos faltara una parte, seríamos por quiénes somos, no por cómo somos.

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Cuando en una experiencia de malestar o de enfermedad queremos extirpar la parte que nos provoca este malestar, es como si quisiéramos extirpar una parte de nosotros mismos en realidad. Es una experiencia como de querer desenroscarnos la cabeza cuando nos duele, pero a un nivel más profundo. El cultivar la sensación plena de perfección por quienes somos, invita a poner la mirada más atenta tanto a esta parte tan perfecta como a otras de mí mismo o de mí misma que ahora me están llamando la atención por algún motivo.

La exageración de un síntoma nos puede llevar seguramente a la parte más profunda de nuestra experiencia. Temblar aún más puede denotar la inseguridad que sentimos en cada paso que hacemos. La taquicardia que aumenta puede hacer palpable la sensación de alerta y de miedo con la que vivimos. El respirar rápido y más superficialmente puede mostrar la exigencia, la presión, la sensación de ahogo con la que a veces vivo en mi vida.

El sentirme completamente rígido o rígida puede ser el reflejo de mi necesidad de control, de manipulación de querer que las cosas sean sólo como yo espero que sean y con la esperanza de que el factor sorpresa desaparezca. ¿Y qué es lo interesante de esto? Pues que de toda esta información nos tenemos que queda con las palabras que definen nuestro estado emocional, que es con el único con el que podemos lidiar realmente. En este caso sería: inseguridad, miedo, exigencia…

Y entonces esto me da la bienvenido a preguntarme: ¿qué es para mí la inseguridad? ¿Cuándo me siento inseguro/a? ¿En qué ocasiones de mi vida me he sentido más así? ¿Hay alguien de mi familia que lo sea, también? Cuando era pequeño/a… ¿me daba cuenta de ello de alguna manera? ¿Me han llegado mensajes a lo largo de mi vida que me alertasen de lo peligroso que puede llegar a ser todo? Y así, con cada una de las vivencias que vayan emergiendo a la superficie a medida que nos vamos poniendo de cara a nosotros mismos.

Transitar el camino con confianza es unos de los valores más preciados con los que nos podemos encontrar a lo largo de la vida. Confianza en que todo es cuando tiene que ser, y de que todo será cuando tenga que ser también. Eso no tiene nada que ver con la pasividad. Sino que es apostar por todo el porcentaje que me corresponda de responsabilidad conmigo mismo/a para hacer lo que mi corazón y mi alma marquen de manera esencial.

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Porque todos tenemos un por qué. Sin embargo y a la vez, aceptando la porción incontrolable de la vida, que es inevitable y subyacente a ella. Sería como nombrar aquella frase que dice que es una tontería preocuparse por lo que no podemos cambiar… y ¡también lo es para lo que podemos cambiar! Aceptar la parte dual de la existencia sin identificarnos con ella.

Este es el ejercicio de nuestra mente. El ser capaces de observar sin identificarnos. Estamos acostumbrados a implicarnos en las situaciones como si fueran nuestras. ¿Y sabéis? Son efímeras. Todos seguirá cuando nosotros no estemos… es necesario plantearnos entonces hasta qué punto vale la pena implicarnos personalmente con según qué situaciones y personas, sobre todo con aquellas que nos hacen sentir mal y nos producen sensaciones de malestar.

Confiar con el libre fluir del propio movimiento es seguir en el camino correcto. Cuando la razón no está y el corazón habla. El cuerpo que es el vehículo del corazón. El corazón, que es la morada del alma.

Sarah Gaset
Psicóloga licenciada en la Universitat Autònoma de Barcelona y Terapeuta Gestalt.